Por:Saturnino Rodríguez

La Habana, Cuba.- El 28 de enero de 1853, por supuesto que no brotó la nacionalidad cubana. Está claro que la identidad de una nación, por demás, es una fórmula acumulativa y variable, que se llena constantemente así la habiten sus moradores. Se está formando constantemente.

Un hombre no es una nación. Pero como si lo fuera. Sin ese hijo bienamado que nació casi al finalizar el mes primero del tercer año de la quinta década del siglo XIX, que llevó por nombre José Julián Martí y Pérez, los cubanos seríamos menos cubanos.

Tanta fue la luz que aportó a la Patria, luz renovada y renovadora, que pareciera lograr él solo con su fuerza pujante la hazaña de fundar la cubanidad. A Martí le debemos, y sin embargo, él nos ofrece siempre.

Una metáfora incandescente con nombre de mortal

Del  Apóstol de Cuba se escribe siempre con unción, con reverencia, a pesar de que la retórica en ocasiones no alcanza a medirse con su estatura colosal.

Y no es que estemos obligados a ensartar metáforas con mayor o menor fortuna, con mayor o menor aproximación. El asunto radica en que José Martí es una metáfora viva. Su incandescencia recuerda la de los astros que concentran en sí mismos una cantidad de energía incalculable, destinada a desprenderse en corto tiempo.

Los 42 años de vida de José Martí quieren desmentir la gigantesca proporción de sus hechos y obras.

Nunca se acumuló en tan corto lapso de tiempo, una luminosidad semejante. Como si una persona se transmutara en metáfora para perdurar en los siglos por venir, con el agradecimiento de los cubanos todos.

 

 

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