Hay ideas que ilusionan; otras, que nos hacen cuestionarnos; entre ellas, quizás, las más meritorias son las que nos obligan a excavar en lo más profundo de nuestro raciocinio, proyectando un conocido y a veces incomprendido sentimiento, el amor propio o el amor hacia lo que sentimos nuestro.
Tamaña meditación inunda por estas fechas a una buena porción de la afición beisbolera cubana, que se debate entre buscarle un epitafio a la selección que incursionará en el Cuarto Clásico Mundial de Béisbol, o acariciar la esperanza de que puede salir viva y con la frente en alto de un reto que amenaza con desatar una nueva depresión deportiva.
Es cierto que autoestima y vientos de optimismo históricamente han acompañado a Cuba en citas internacionales de béisbol, sin embargo, los ya habituales tropiezos en lides de diverso rigor, invitan a una seria mesura, más aún cuando el objetivo de avanzar a la final se presenta como escalar en solitario el pico montañoso más intimidante.
En el Cuarto Clásico Mundial de Béisbol podremos una vez más apreciar la profundidad técnica-táctica de nuestros rivales, ajenos a un grado de presión, que acompaña a los nuestros y que casi siempre termina por autodestruirlos.
La ocasión también será propicia para ratificarnos que con más furia que juego, la mayoría de las veces no se puede descorchar el triunfo, menos aun cuando por diversas razones el inmovilismo que nos acompaña, anuncia nuestra real decadencia.
Sin embargo, dueños de un optimismo que no se desgasta y que se ha vuelto clásico y seductor, todos en esta Isla asumiremos esta nueva incursión beisbolera como fieles esclavos emocionales de una tendencia que nos recuerda, que históricamente nunca nos hemos arrugado en el intercambio de golpes.
Ya hace algunas estaciones que los equipos de casa con más juego heroico que fluido y firme, han logrado victorias efímeras, que todos atesoramos como conquistas inolvidables, que caducan cada vez que sobre el horizonte se presenta un nuevo reto en el que merecemos una silla.
¿Por qué será?