Aunque era joven aún, lo llamábamos “el viejo”; era el mayor de la casa y, además, nuestro modelo.

Llegado el amanecer, ya se encontraba despierto, para darle a su familia con el trabajo sustento. Cuando dormía la siesta, todo en casa era silencio, como señal de cariño y de amoroso respeto.

Si un hijo se le enfermaba, él era el peor enfermo, y era en cada cumpleaños mago, artista, repostero. Las nanas que no cantó cuando le faltaba tiempo, se le escucharon después cantándolas a los nietos.

Con él supimos que un hombre mientras más firme, más tierno; mientras más tierno, más sabio; mientras más sabio, más recto. Crecía cuando escuchaba: “pipo, papi, puro, viejo”.

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