La Habana, Cuba. – La patricia Isabel Rubio Díaz nació en cuna próspera en el poblado pinareño de Paso Real de Guane: fue el 8 de julio de 1837 y la vida le duró 61 años.

Cuando su complexión robusta y cabellera cana hicieron pensar en flaquear los arrestos del cuerpo, la llama de la revolución le avivó el ímpetu para difundir la emancipación por medio de las armas.

Ella era como una antorcha en su sueño de libertad cubana y el general Antonio Maceo le vio tantas virtudes que la designó Capitana de Sanidad militar del Ejército Libertador.

Con un grupo de mujeres y un botiquín, Isabel Rubio se lanzó a los campos insurrectos, fiel a la causa hasta el último instante, aquel que le deparó una descarga de fusilería al intentar defender su hospital itinerante en Vueltabajo: la gangrena y la fiebre acabaron con su vida tres días después.

Practicar lo que propagué

La pinareña Isabel Rubio fue educada en los mejores colegios habaneros y poseía amplios conocimientos de medicina y farmacopea, adquiridos desde la juventud por tradición familiar.

Signada por infortunios familiares y muertes de seres queridos, ya en la madurez los hombres de su familia partieron a la manigua y ella los acompañó enfrentando incomprensiones debido a su edad y dolencias.

“Necesito practicar lo que propagué”, respondía la mujer ejemplar para quien no fueron obstáculos ni montañas, ni intemperie, ni penalidades del monte en el afán de fundar hospitales de campaña.

Dicen que muchas veces Isabel Rubio solo se alimentó de agua de curujey y bejuco de parra cimarrona y que, cuando faltaron medicinas y vendas, las suplantó por hierbas reparadoras y por telas de sus propios vestidos: nada le era más sagrado que los heridos a ella confiados.