Nació en Creta, pero Toledo, en España, atrapó definitivamente a aquel pintor realista, fervoroso y de singular técnica que se llamó Doménico Theotocopuli y se conoció como El Greco.

Tanto le gustó esa tierra promisoria para la creación, que allí se estableció por un largo tiempo en veinticuatro habitaciones alquiladas en el antiguo palacio del Marqués de Villena.

Pintó sus fantasías, credos y pasiones con los tonos fríos del azul y del gris borroso, ejerció la libertad por encima de dogmas e hizo del simbolismo esteticista una razón de ser; entre las obras más famosas se hallan Niño de Guevara y Entierro del Conde Orgaz.

El Greco, pintor del Renacimiento, murió el 7 de abril de 1614 y legó a la cultura universal grandes lienzos para retablos de iglesias, cuadros de devoción para entidades religiosas y retratos considerados obras excepcionales.

Hombre raro

Al Greco algunos autores lo consideran “hombre raro, de sabiduría científica y filosófica”; otros subrayan la férrea disciplina que observó, un espíritu engreído e inquieto y las discusiones con la iglesia dogmática a causa de la libertad que imprimió a su arte.

Lo cierto es que su obra transita varias etapas: el manierismo y los contrastes violentos y atrevidos de color; y la contrarreforma, con una iconografía que defiende los valores de la Iglesia desde una visión mística.

Al morir, dejó más de 400 cuadros, 150 dibujos y 200 estampas de un estilo determinado por figuras asombrosamente alargadas, con iluminación propia, escuálidas, fantasmales, en entornos indefinidos y una gama de colores buscando los contrastes.

Como leyenda, se dice que El Greco no solía poner sus cuadros en venta, sino que los empeñaba cuando necesitaba dinero.