Una mujer custodia la puerta de la vida. Es ella quien concede el privilegio de acudir a la feria luminosa del mundo. Sus ojos ven más allá de la promesa, miran sabiamente hacia la credulidad inabarcable.
De su desgarramiento nace la esperanza. Su corazón no elige, su develo redime de todos los asedios, su espada es el amor. Por ella entraremos en la dicha; desde ella vendremos a lidiar.
Nadie la vencerá, porque a ninguno le ha sido otorgada su pujanza ni su infinita voluntad de crear, aun contra todas las condenas.
Del tiempo viene: sólo se extinguirá cuando el sol se haya fragmentado en el olvido, porque ella es el principio. Ella dijo: ¡Hágase mi luz! Y fue madre del hombre.
Aclamación del día
Es segundo domingo de mayo. La mañana viene ungida de pétalos, anuncio de la fecundidad y la germinación. El mundo crece aromado de mujer.
El aire se abrillanta con olores de madre nueva, zumo de pechos abiertos a la vida. La luz se transparenta con fragancia de reverdecidas abuelas, sangre que fluye lenta sin cesar.
En la memoria trasudan los huesos de las que no cupieron nunca en un palmo de tierra olvidadiza, hiedras de la nostalgia, raíces que se echaron a vivir para siempre en el recuerdo.
Es segundo domingo de mayo, Día de las Madres, mañana de flor, flor de mañana. Si el dolor de parir engendra la esperanza, ¿cómo no decir madre, indivisible, perdurable amor?