La Habana, Cuba. – Este 11 de febrero se cumplen 60 años de que arrancara en Santiago de Cuba la primera edición de la Vuelta Ciclística a Cuba, uno de los eventos más apasionantes de nuestro deporte. Comparto con ustedes la crónica inicial del libro La Vuelta es Cuba que tuve el placer de escribir. Con ella rindo homenaje a los iniciadores y a todos los amantes de este deporte.

72 voluntades a una aventura desconocida

“Dame un alfiler para señalar La Habana”, indicó Paseiro a Benigno Suárez, quien permanecía parado frente a la mesa mirando fijamente el mapa de Cuba que dormía sobre ella. Cuando estuvieron todos los puntos rojos señalados, José Antonio Riverón sugirió ubicar otro cerca de la capital, que representara al Cotorro. Paseiro asentó con la cabeza. Y los doce alfileres ya estaban formados en espera de una orden.

¿Quiénes eran estos grandes estrategas? ¿Científicos que realizarían comprobaciones en la Isla? ¿Militares en preparación de alguna maniobra? ¿Geógrafos, topógrafos, dirigentes del gobierno revolucionario? Nada de eso, deportistas, soñadores, ciclistas, que a finales de 1963 concebían desde el cubículo de la Federación Cubana de Ciclismo en el Coliseo de la Ciudad Deportiva, una aventura desconocida para toda la zona del Caribe, una competencia de ruta, la primera Vuelta Ciclística a Cuba.

En menos de tres meses, y con el apoyo decidido y enamorado del presidente del INDER, José Llanusa, 72 valientes hombres estuvieron prestos a la “locura más cuerda de Paseiro”, como definiera al clásico un precipitado periodista de la radio. “Arriba, vamos subiendo a las guaguas, en diez minutos sale la caravana”, agitaba el artífice del proyecto aquel jueves 6 de febrero en la sede principal del movimiento deportivo.

Un día entero de camino hacia Santiago de Cuba sirvió para fundar la familia gigante. Atletas, entrenadores, jueces, mecánicos, camarógrafos, periodistas, médicos, choferes, pasaban del asombro y el nerviosismo a la construcción de una empresa nueva, pero perdurable. “venía solo de turista, ¿sabes?”, soltó con gracioso acento uno de los jóvenes al chocar sus ojos con las elevaciones orientales que tendría por obstáculo.

Los más arriesgados empezaron a sacar cuenta de cuántos llegarían a La Habana el 20 de febrero. Tampoco faltaron los adivinadores de favoritos. El nombre de Luis Gainza, doble campeón nacional en velocidad y el kilómetro contra reloj, se repetía una y otra vez. “Ya se sabrá en la carretera”, dijo la noche anterior a la arrancada un muchacho de 20 años que nadie llamaba por su nombre, sino simplemente, Pipián.

11 de febrero de 1964. 10 de la mañana. Frente a la ciudad escolar 26 de Julio, -lugar escogido por la historia moncadista de otros valientes- curiosos, autoridades locales y 72 voluntades estuvieron listos para empezar a vivir lo que jamás nadie había visto en Cuba. Paseiro revisó con una última mirada el casco protector en las cabezas de sus muchachos. ¡Listos!, y se bajó la bandera blanquinegra de cuadro.

El short de caqui y el pulóver de algodón de cada pedalista hacía uniforme y vistoso el espectáculo. También las guantillas, las zapatillas negras de ciclismo con calapies, las medias blancas, el termo y los números en la espalda. Los equipos eran fáciles de identificar, azules, verdes, violetas, naranjas, amarillos, carmelita y negro formaban una “serpiente multicolor” sobre el asfalto.

Y el guanabacoense Manuel Falcón se inscribió como el primer escapado, al tomar ventaja de medio kilómetro del pelotón en el tramo inicial. Ya cerca de Bayamo, la lucha se empinó pareja entre un quinteto de corredores. Enrique Figuerola, el mejor atleta de Cuba en 1963, actuaría como juez de llegada y disfrutó hasta el delirio el primer sprint, ese embalaje final en busca de la raya horizontal y del descanso. El joven Pipián tiró con impulso brutal su bicicleta sobre la línea y un bayamés lo advirtió, cual profeta en su tierra. “Éste va a ser el campeón”.

Claro que hubo que andar mucho, muchísimos kilómetros para ello. Y vivir sucesos aparatosos y trágicos como el choque tumultuoso con un camión a la entrada de Camagüey, donde piernas, brazos y caras ensangrentadas podían quitar las ganas a muchos de proseguir. Sin embargo, afloraron los gestos heroicos. Solo Gainza quedó hospitalizado en la tierra de los tinajones, en tanto la tropa, crecida de valor y entrega continuó la Vuelta.

Y de los que continuaron, León Antonio Herr, impresionó sobremanera por su entereza y amor al deporte. El hueso de su pierna izquierda se veía perfectamente en la herida hecha durante la colisión. “Tienes que abandonar la Vuelta”, le aconsejó el doctor Triay. “Solo muerto no me dejarán salir mañana”, respondió el espartano del evento, que soportó dolores y curas terribles en la semana restante, pero arribó al Capitolio de La Habana con un segundo puesto increíble, pero cierto. Una disimulada cojera le recuerda aquel gesto inmortal.

23 de febrero de 1964. 12 del mediodía. El Paseo del Prado fue pequeño para la multitud. “Nunca antes había visto tanto entusiasmo aquí por el ciclismo”, acotó asombrada una madre a su hijo. ¡Ahí viene, Pipián, ahí viene, Pipián!, le interrumpió el pequeño con saltos de euforia. La despedida de la Vuelta conmovió a la Isla entera. Había sido posible con pocos recursos y millones de problemas organizativos por el camino, con albergues al aire libre para algunos y mala comida en unas cuantas etapas, con apoyo incondicional de muchos organismos y el escepticismo de pocos.

La ciudad ambulante tenía ya vida. Paseiro y Pipián lo demostraban.