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Cuando a finales del siglo XIX poco se sabía en Occidente de los exóticos parajes de Indochina, José Martí publicó en su revista La edad de Oro, dedicada a los niños, una preciosa crónica titulada Un paseo por la tierra de los anamitas.

Era 1889, y para muchos fue como un descubrimiento aquella descripción suya sobre personas de cuerpo menudo y ojos almendrados, de peculiar atuendo y tradiciones ancestrales, que vivían de pescado y arroz, construían pagodas y vivían en casas humildes.

Y que, como los más bravos, pelearon y volverían a pelear; porque han estado siempre defendiéndose. Desde las páginas de La edad de Oro fuimos conociendo más de la estirpe generosa y heroica de aquel pueblo lejano, a quien luego llamaríamos vietnamita.

Fue en el siglo XX cuando las distancias geográficas se acortaron y fecundó una amistad eterna.

Hermandad indestructible

Ínfulas conquistadoras de japoneses, chinos y franceses se hicieron añicos a lo largo de la historia de Vietnam. Tampoco pudo Estados Unidos, el imperio más poderoso, con su agresión descomunal.

Fue una guerra desigual, pero las armas de exterminio probadas por los invasores no pudieron impedir el día de la victoria para que los vietnamitas construyeran un país más hermoso, como soñó su prócer, H0 Chi Minh.

Fue también un anhelo de Fidel, todo un símbolo en la ola de solidaridad que alentó aquella hazaña de resistencia y heroísmo sin límites. En plena guerra, llevó su abrazo a los combatientes vietnamitas, en nombre de Cuba.

Una entrañable hermandad se ha forjado desde entonces entre dos pueblos rebeldes, que saben del pago alto de la libertad y que, fieles al legado de sus líderes, perseveran en la construcción del socialismo.

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