El tango pervive en cualquier esquina de Buenos Aires. Foto del autor

El tango pervive en cualquier esquina de Buenos Aires. Foto del autor

Prácticamente no hay un tango que tenga un final feliz y ese hálito trágico es el que marca la idiosincrasia del argentino, y en especial del porteño, en una expresión artística que une a un género musical y a un baile arrabalero.

De origen impreciso en fecha aún más incierta, hay estudiosos que aseguran que tuvo raíces negras, aunque lo cierto es que a inicios de 1800 el ritmo, y su correspondiente danza, comenzaron a aparecer en las zonas marginales de la entonces pujante Buenos Aires.

Desde los suburbios pobres hasta el centro de la ciudad, el tango invadió poco a poco la urbe a ritmo del dos por cuatro que ejecutaban los adelantados Rosendo Mendizábal, Eduardo Arolas, Ángel Villoldo y otros autodidactas que, se cuenta, componían sin conocer la teoría musical y mucho menos las partituras.

Aunque los investigadores reconocen a Juan Pérez, autor de “Dame la lata”, como el primer compositor de un tango, en la actualidad nadie descarta que existieran antes otras piezas perdidas entre la bruma del recuerdo.

Carlos Gardel proyectó el tango más allá de las fronteras argentinas. Foto del autor

Carlos Gardel proyectó el tango más allá de las fronteras argentinas. Foto del autor

Lo cierto e indiscutible es que la peculiar manera de bailar entrelazados hombres y mujeres, mientras se desgranaba una canción por lo regular lacrimógena, escandalizó a la sociedad argentina y fue rechazada y prohibida en sus inicios por las clases pudientes y la Iglesia Católica.

 

La fuerza de la costumbre hizo volar en pedazos esas prevenciones y hasta nació, a comienzos de la década de 1830 la más antigua de las Académicas, la de Pardos y Morenos de Buenos Aires, que no tardó en ser seguida por la multiplicación de otras escuelas, casi siempre vinculadas a bares y prostíbulos arrabaleros.

Al final, el tango se impuso ayudado por el bandoneón, un instrumento alemán de viento parecido al acordeón, pero sin teclado, que se sumó a ese género musical a inicios del siglo XX y al que más tarde se acopló el piano, en detrimento de flauta, violín y guitarra, eliminados poco a poco de los conjuntos tangueros.

Y todo se disparó al llegar Carlos Gardel, quien a partir de 1917, primero a dúo con José Razzano y después como solista, revolucionó y popularizó un género al que aportó una voz singular, cuando ya existían excelentes compositores e instrumentistas, pero que no había hallado grandes cantores, ni un modo adecuado de interpretar los textos y la música.

Cualquier lugar es bueno para aprender los pasos básicos del tango. Foto del auto

Cualquier lugar es bueno para aprender tango. Foto del autor

En el Buenos Aires actual, moderno y luminoso, el tango sigue siendo una presencia inevitable. Foto del autor

El tango sigue siendo una presencia inevitable. Foto del autor

Gardel, cuyo nacimiento todavía se disputan Uruguay y Francia, lanzó el tango a la palestra internacional cuando, tras la Primera Guerra Mundial, el cine y los discos abrieron una nueva etapa de incipiente globalización con la difusión de la música, y por ende del baile, a través de las primeras placas fonográficas.

 

Pero esta música, arrabalera y sufriente, siguió su evolución más tarde de las manos del bandoneonista Astor Piazzolla, apasionado de Stravinsky y Bartók, pero arreglista musical de la orquesta de Aníbal Troilo, uno de los más conocidos intérpretes del tango.

A partir de los años 50 del pasado siglo, Piazzolla, a quien los ortodoxos primero criticaron y calificaron como El asesino del tango, también revolucionó el ritmo al que dotó de un sonido más contemporáneo y cercano, en  cierto sentido, al jazz.

El tango hoy lucha por superar el estereotipo de música para viejos y turistas, por eso en la ciudad aún perviven las academias, verdaderos templos donde se venera un género que trata de atraer a los jóvenes para conservar el espíritu y la tradición porteñas.

Aunque aún algunos discuten sobre sus orígenes, lo que nadie pone en duda es su trascendencia y prestigio internacional como genuina expresión artística que revela los sueños y pesadillas de los argentinos, un género que desde el baile y la música permite descubrir el alma de una nación.