Cuando José Martí y Máximo Gómez firmaban el Manifiesto de Montecristi, hace 127 años, Cuba pugnaba por su independencia en la antesala misma de la guerra necesaria iniciada en Yara un mes antes.

El acto perdura como declaración de unidad y confianza en la victoria, cuando asegura que «entre Cuba en la guerra con la plena seguridad de la competencia de sus hijos para obtener el triunfo, por la energía de la Revolución y la capacidad de los cubanos»

Pero es el Manifiesto más que todo un augurio de futuro sobre la República soberana, más allá de la guerra, como si tanteara las amenazas sobre la patria «después de una guerra inspirada en la más pura abnegación»

De ahí que en Montecristi los firmantes apelen a un pueblo libre en el trabajo que sustituya, sin obstáculo y con ventaja, al pueblo avergonzado del bienestar obtenido por complicidad con el poder extranjero.

Guerra de pensamiento

Martí y Gómez están lejos de imaginar, en Montecristi, que la soberanía de la Isla demoraría todavía más de 60 años, aunque conscientes de la sombra imperial que se tiende sobre la independencia cubana y el riesgo de los serviles dispuestos a la genuflexión por su propia codicia.

Mas los firmantes «No dudan de Cuba, ni de sus aptitudes para obtener y gobernar su independencia», y las dotes de concordia y sensatez de su pueblo, ignoradas sólo por los que, «fuera del alma real de su paìs, lo juzgan sin más poder que el que asoma en la servidumbre»

La guerra no es en el Manifiesto de Montecristi «la tentativa caprichosa de una independencia más temible que útil», sino el producto disciplinado de hombres decididos a encarar sus peligros, convencidos de que las virtudes para mantener la libertad se adquieren mejor en su conquista.

«Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad»