El epíteto, esa expresión que destaca de modo a veces poético, a menudo metafórico, la significación de un individuo, tiene certeza de perennidad en la historia de Cuba.

Decimos El Apóstol, el Generalísimo, el Titán de Bronce, el Padre de la Patria, y ya no se precisan los nombres de los aludidos, porque sus epítetos los retratan con absoluta exactitud en su grandeza.

Cuando el General de Ejército Raúl Castro afirmaba que en nuestro país hay un solo Comandante en Jefe, acuñaba una verdad por todos admitida.

Hoy, aunque las atribuciones militares de un guía de ese rango hayan desaparecido para Fidel tras su extinción física, la jerarquía que lo distinguió durante su mandato sigue intacta, y los cubanos nos resistimos a llamar de otro modo al líder que nos inculcó que la orden de combatir está dada siempre. 

Energía cósmica

Mucho antes de que en los muros del cuartel Moncada se estamparan las huellas del homenaje a José Martí en el centenario de su natalicio, el nombre del bisoño Fidel Castro resonaba en la escalinata universitaria y en las combativas tribunas de la juventud ortodoxa.

Después de la Sierra Maestra su huella quedaría impresa en cada acción transformadora y en todos los renuevos emprendidos por la Revolución en nuestro país y más allá de las fronteras de la Isla.

Su voz tuvo expansión universal y sus decisiones contribuyeron a la transformación del mundo contemporáneo, con la trascendencia que solo alcanzan los hombres de energía cósmica real.

Por eso sigue siendo el Comandante en Jefe, y su orden de combatir está dada siempre.

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