La Habana, Cuba. – En los conocidos como libros de caballería, los héroes, con espuelas de oro y armaduras que de tanto brillo parecían líquidas, llevaban a cabo irrepetibles hazañas con el trascendental objetivo de exaltar a una dama.

El mismísimo Don Quijote, de quien se dice que colocó la losa eterna sobre las novelas de caballería, no pudo ser menos, y en su burla a la desmesura de los nobles de rancio orgullo, dio en amar a una aldeana tosca y sucia que jamás lo sabría.

El amor en los libros es perenne como el firmamento, y lo es, entre otras razones, porque el hombre, terrenal a capa y espada, ama de verdad y de mentira; dormido y despierto; en la vida y sobre el papel.

Amor libresco, decimos, y ya queremos para nosotros esa forma exaltada del afecto que lo tergiversa todo, aunque la fuente estuviera en los ojos de Dulcinea.

Amores que matan

Juana Borrero, habanera, poeta y pintora amó a Julián del Casal, que le llevaba 14 años. Pero Casal, que prefería la noche y los disfraces, le había predicho en versos la muerte, y la frágil Juana se regodeaba en los amores sin mácula.

Iván Turguéniev, el ruso que redactó novelas como Nido de hidalgos y Aguas primaverales, marchó a París tras una francesa que ya tenía esposo, y allí sufrió con inservible diplomacia una relación maltrecha.

El caso de Sócrates, el filósofo, es más complicado, pues su amor había encallado en el joven Alcibíades, quien se dejaba querer sin demasiado riesgo.

Y José Martí, el cubano de más gloria y sufrimiento, dejó el testimonio de la quebradiza centroamericana que se marchitó al saberlo casado. La Niña de Guatemala, Julieta, Anna Karénina y Eloísa van y vienen de la vida a los libros, llevadas por el único sufrimiento que da gloria.