Más que el poder para impedir que una pretendida obra artística llegue al público, los medios difusores tienen el deber de censurarla si no satisface las necesidades espirituales de sus destinatarios o no está a la altura de los valores culturales, éticos, lingüísticos, educacionales de la comunidad.

El sofisma de que cada cual tiene derecho a gustar de lo que le place no puede anteponerse al más importante derecho de la tradición cultural de la nación a sobrevivir y de los valores colectivos perdurables a imponerse.

No se puede confundir el derecho de cada individuo a su privacidad con la privación del derecho de las mayorías: los gustos particulares se habrán de satisfacer de modo particular, pero no violentando los más importantes derechos de los otros..

No cantan, pero cómo comen frutas

El fenómeno mundial de la desmedida comercialización de la música popular ha implicado el desdén de la calidad interpretativa, pues –salvo contadísimas excepciones- los valores extra-artísticos se sobreponen a esas condiciones naturales que una academia puede mejorar pero no trasmitir.

En el caso de nuestra música, sobre todo la bailable, las letras carentes de originalidad y plagadas de chabacanerías, empeoran la nada deleitable ejecución vocal: al bailador sólo le interesa mover los pies, porque no está consciente de que unos aprovechados le serruchan el piso del acervo.

Lo inaudito es que tales sujetos sean difundidos por los medios informativos como auténticos representantes culturales. ¿De cuál cultura?