Atesora Cuba el privilegio de envidiables modelos de paternidad, patricios más que padres, verdaderos patrones que han inculcado en nosotros el anhelo de perfección en materia moral cuando de los hijos se trata.

Pocos pueblos pueden ostentar como blasón un padre de la estirpe de Carlos Manuel de Céspedes, aquel que proclamó el patriarcado que lo distinguía entre sus compatriotas cuando los enemigos de la independencia lo amenazaron con matarle al hijo.

Orgullo grande es también el que nos inspira Máximo Gómez, ese patriota mayor que nos llegó de ínsula vecina y puso a los varones de su prole al servicio de la causa cubana, bajo la tutela de guías como José Martí y como Antonio Maceo, al pie de cuyo cadáver se haría matar Panchito Gómez.

Hijos virtuosos

Cubano digno es el que no cría a sus hijos como pichones boquiabiertos que pían todo el tiempo por la pitanza, ni como regalones egoístas dotados solamente para la prebenda.

José Martí nos indica la manera de educar en versos que sentencian: “¿Vivir impuro? ¡No vivas, hijo!” “¡Prefiero verte muerto a verte vil!”…

Otro padre para imitar es Che Guevara, quien nada material dejó a sus hijos porque sabía que la Patria les proporcionaría lo indispensable para vivir.

Ambos modelos imparten lecciones de austeridad y decoro, de dignidad y decencia en el servicio a la nación y a los compatriotas.

Nos enseñan a ser padres sin hipocresía ni dobleces, formadores de hombres y mujeres de modestia y vergüenza, que no sean dichosos por herencia, sino por la conquista personal de la virtud.