Hay un viejo refrán que explica que cada quien tiene lo que se merece. Y en el caso de Colombia, el gobierno del controvertido Iván Duque está cosechando por estos días y horas lo que él mismo propició y estimuló.

Tiene en su haber su administración no pocos dislates. El primero, poner de lado sin consideración alguna los severos problemas internos del país y su gente.

Segundo, privilegiar su complicidad con los Estados Unidos para persistir en el papel de Colombia como una base gringa agresiva en pleno corazón de Sudamérica, especialmente contra la Revolución bolivariana de Venezuela.

Y tercero, su propia génesis como descendiente de regímenes asesinos y cómplices del narcotráfico como el de Alvaro Uribe.

En pocas palabras, toda una ignominiosa dote a la que en los últimos días quiso sumar el tema impositivo.

La tapa al pomo

Por estos días todo indica que el presidente colombiano, Iván Duque, llenó la copa de la impaciencia popular cuando pretendió imponer una reforma tributaria que, a cuenta de aumentos de los impuestos, implicaba peores condiciones de vida para las mayorías, ya azotadas por cruciales problemas sociales y la pandemia de la Covid-19.

De hecho, el permanente desborde popular le obligó a retirar su nociva propuesta en medio de una violenta represión policial que ya se anota decenas de muertos y heridos, e innumerables violaciones de los derechos humanos.

Agresión que, no obstante, no ha podido frenar las manifestaciones callejeras, toda vez que la ciudadanía parece decidida a un cambio radical de una vez por todas, haciendo válido aquello de que no hay mal que dure cien años