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En un país donde son casi habituales las matanzas —ya sean ejecutadas en las escuelas por jóvenes intoxicados de violencia, o llevadas a cabo por policías ciegos de ira o temor contra presuntos culpables, muchas veces inocentes—, el atentado sufrido el sábado por Donald Trump, no asombra.

Si a lo anterior se suma la libertad de portar armas, con los beneficios que ese peligro significa para la sociedad estadounidense, y hasta el lenguaje de odio cada vez más común, del que Trump es buen exponente, habrá elementos a tomar en cuenta a la hora de juzgar el acto asesino.

Más de 24 horas después, sin embargo, persisten interrogantes acerca de la facilidad con que el atacante, un joven de 20 años sin preparación militar identificado como Thomas Matteus Crooks, pudo posicionarse a poco más de una cuadra del podio y disparar, tras lo cual fue abatido.

Con suerte

La fortuna le ha sonreído por partida doble a  Trump. Primero, porque el azar lo llevó a mover unos milímetros la cabeza cuando ya se había efectuado el disparo, gracias a lo cual la bala pasó muy cerca, y solo le hirió a sedal en la oreja derecha.

En segundo término, porque la herida, ligera, no le impedirá acudir este lunes al inicio de la Convención Republicana, que sesionará hasta el jueves en Milwake y, lo que es más: Trump llegará a ella convertido en héroe, todavía fresca la aureola de sobreviviente.

De ese modo, las acusaciones legales que lo tienen de un juicio en otro, quedan en segundo plano. Y si antes del atentado, el expresidente ya punteaba como casi seguro candidato, ahora nadie lo dudaría.

El condenable intento de eliminarlo, por el contrario, no ha hecho más que catapultarlo. La campaña con vista a las primarias ha tenido un insólito cierre.

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