La Habana, Cuba. – No es un secreto que el país vive horas tensas. La economía, que arrastra sus propios y viejos problemas, ha sufrido el doble golpe de un bloqueo arreciado y de una pandemia mortal.
Con una alta dependencia de las importaciones, la nación hace malabares para lograr un mínimo de abastecimientos, sobre todo de productos esenciales o de primera necesidad. Sin embargo, ni los dineros alcanzan, ni el entorno internacional facilita las compras, lo que hace evidente el desabastecimiento.
A esas carencias se ha sumado un fenómeno de compras compulsivas que también acentúa las carencias. Pero lo peor es la proliferación de revendedores y coleros, una verdadera plaga convertida en figuras protagónicas en el retablo social de las tiendas cubanas, en cuyos portales campean por su respeto en detrimento de la mayoría.
Un puño unido
El año pasado, el gobierno arrancó de cuajo la mala hierba de la reventa que florecía ante las tiendas de materiales de la construcción, los llamados Rastros.
La acción conjunta de la policía, las autoridades locales y el pueblo, resultó la vacuna más efectiva contra ese viejo virus. Ahora, cuando el contexto es infinitamente más complicado, habrá que volver sobre esas experiencias y rehacer aquel puño unido que noqueó a quienes lucraban con la necesidad ajena.
Aunque la conceptualización de la conducta antisocial tiene detractores y defensores, es difícil justificar a revendedores y coleros, cuyo actuar perturba el orden en la comunidad.
Bajo esa figura delictiva arriesgan hasta 4 años de cárcel cuando pierdan en la batalla que empieza, otra pelea cubana contra los demonios.