
Nuestro José Martí. Foto/ La Demajagua
Cada nación moderna, e incluso las más antiguas, tienen símbolos patrios que recogen el ideario nacional. Bandera e himno se unen a los próceres para recordar cada día la historia y sobre todo el futuro de cualquier país.
Por encima de sesgos ideológicos personales, esos emblemas son reconocidos, admitidos y respetados siempre, porque casi todos están de acuerdo en honrar la obra fundacional de aquellos que convirtieron un pedazo de tierra en una nación hecha y derecha, soberana, única e irrepetible.
Las fronteras, esa convención humana nacida casi siempre de la fuerza, enmarcan a los símbolos patrios, que además representan y permiten identificar a un país dondequiera que estén.
Son sagrados incluso a la luz de este postmodernismo de contagiosa irreverencia que hoy navega por todas las aguas del planeta, sustentado por la red de redes.
La misma infamia
El irrespeto a los símbolos nacionales es una falta moralmente repudiable. Por eso es tan lacerante y movilizador que algunos hayan profanado imágenes de Martí.
Es, en algún sentido, lo mismo que hicieron aquellos marines borrachos que se encaramaron sobre el monumento del Parque Central habanero. Aquel 10 de marzo de 1949 se desató la ira popular y ni las flores de desagravio que depositó el Embajador yanqui ante la estatua, ni las disculpas por la infamia de los marines, borraron la indignación que aún pervive en la memoria colectiva.
La afrenta hoy es la misma, como igual es la cólera de un pueblo martiano. El vandalismo, disfrazado de disidencia, siempre será rechazado y lo será doblemente si atenta contra la imagen del Apóstol.
Los símbolos patrios son sagrados, y Martí es uno de ellos.