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Por: Pedro Pablo Rodríguez

La Habana, Cuba. – ¿Qué iba a saber aquella adolescente que desembarcó en La Habana con su familia un mes antes de cumplir 14 años, que iba a entregarle a Cuba su héroe mayor en la persona de su hijo?

¿Podía imaginar aquella joven, que se casó con Mariano Martí, que su primer y único hijo varón sería un hombre cada vez más reconocido por la posteridad, no solo en su país sino en toda América Latina y en buena parte del mundo?

Al tener en sus brazos al recién nacido primogénito el 28 de enero de 1853, ¿supondría Leonor Pérez Cabrera que ese hijo formado dentro de ella pasaría a ser parte esencial de la historia y la cultura de Cuba y del continente?

La muchacha de Santa Cruz de Tenerife, en una de las Islas Canarias, era voluntariosa: no la llevaron a la escuela, pero aprendió a leer y a escribir por su cuenta. Y ese carácter lo heredó su hijo Pepe.

Pepe Martí y doña Leonor, una relación especial

La madre comprendió pronto, mucho antes que su marido, las notables cualidades intelectuales del hijo y siempre le abrió camino para su realización. Su sueño: que el talento de Pepe ayudara a mejorar la situación económica de la familia.

Ella convenció a Mariano, el padre, de aceptar la propuesta de Rafael María de Mendive de asumir los estudios del hijo.

Aquella noche, en que los voluntarios se adueñaron de La Habana y tirotearon el teatro Villanueva, Leonor salió en busca de Pepe, quien lo contó después en un poema.

Su decisión logró sacarlo de la prisión en la que la salud de su hijo quedó marcada para siempre: insistió en entrevistarse con el capitán general de España en Cuba y dejó un escrito pidiendo su libertad, que finalmente obtuvo cuando le cambiaron la cárcel y las canteras por la deportación a la metrópoli.

El conflicto de amor entre madre e hijo

El reencuentro de Martí con la familia en México cumplió las expectativas de la madre: Pepe se convirtió rápidamente en persona significativa de la rica vida intelectual capitalina.

Aunque a Leonor no le agradaba del todo aquel ambiente de vida nocturna de teatros y de actrices, sí aceptó al periodista reconocido en la Revista Universal, cuyos pagos contribuyeron a estabilizar económicamente a la familia.

Sin embargo, cuando padres e hijas regresaron a Cuba, Martí marchó a Guatemala y se casó con Carmen Zayas-Bazán, criada con sedas y comodidades ajenas a la canaria de origen humilde.

La segunda deportación y el exilio en Nueva York deben haberla disgustado; pero al menos desde allí Pepe pudo enviar buena parte de sus ingresos como colaborador de  diarios hispanoamericanos.

Dos almas paralelas

¿Y de quien aprendí yo mi entereza y mi rebeldía, o de quien pude heredarlas sino de mi padre y de mi madre?. Así lo reconoció el hijo Pepe en carta a su madre Leonor Pérez.

Ella, con frecuencia se quejaba en las suyas y repetía consejos populares para animarlo a dejar la política por el ejercicio de la abogacía: Todo el que se mete a redentor termina crucificado.

En enero de 1892, bajo una crisis respiratoria, Martí le escribe a la madre y le dice: Mucho la necesito: mucho pienso en usted: nunca he pensado tanto en usted: nunca he deseado tanto tenerla aquí.

Y antes de partir para Cuba le dice: Yo sin cesar pienso en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; ¿y por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio? El hijo, pues, se identifica con la madre.