A modo de capsulares instructivas, con el nombre de Para la Vida, la televisión cubana transmitió durante varios años en uno de sus horarios estelares un breve espacio, loable por la intencionalidad de sus propuestas, que buscaba anclarse en casa para promover la autorreflexión familiar, la negociación colectiva de todos los miembros del hogar y la meditación propia del individuo.

Personajes como Dayana, la joven que no acompañaba a su madre en los quehaceres domésticos, o Javier, el pionero que salía a jugar sin quitarse el uniforme; todavía conviven en el recuerdo televisivo de una generación de cubanos que creció bajo los repiques icónicos de aquellas representaciones aleccionadoras.

Entre esas historias, aún suele aludirse con recurrencia al viejo Andrés, como lánguido patrón de la ancianidad desolada y triste de la que habló Martí, cuando no se ha cuidado de los años mozos.

El viejo Andrés y los años jóvenes que no fueron

A propósito de las historias del programa Para la vida, y específicamente del viejo Andrés, es válido reflexionar en torno a lo que significa cuidar o descuidar de la familia en los años fuertes y vigorosos de nuestra existencia.

Si bien no es adecuada del todo la postura de pagar con la misma moneda los vacíos que, consciente o inconscientemente, los padres pueden dejar en su crianza, se hace esencial que en el núcleo familiar sepamos discernir, orientar y esclarecer a tiempo todo cuanto sea necesario para corregir errores que con el paso del almanaque se tornan crónicos y no favorecen nada.

El diálogo es fundamental, pues la mejor vía siempre radicará en pesar y repensar qué hacer y cómo encauzar aspiraciones desde nuestra propia juventud, desde ese tiempo de probarnos y encontrar el mejor lugar para uno y para todos los que queremos.

Etiquetas: - -