La Habana, Cuba. – La reciente visita a Canadá del Papa Francisco, con el propósito de pedir perdón a las comunidades indígenas locales por los maltratos a manos de instituciones cristianas a lo largo de la historia, es una actitud que enaltece su figura como líder de la Iglesia Católica y resulta vital en el logro de la verdad histórica.

El Sumo Pontífice pidió profundo perdón a una población originaria, cuya cultura ha sido desecha y cuyos miembros, tratados como indeseables, han sufrido largos siglos de crímenes y vejámenes.

Canadá fue escogido como escenario de esta sentida ceremonia a cuenta de las recientes revelaciones sobre la abusiva práctica de arrancar a niños indios de sus hogares, encerrarlos en entidades donde se les borraba su cultura, y donde sufrieron horribles abusos y fallecieron por miles.

Solo la punta del iceberg

Hay que advertir que las prácticas coloniales en Canadá, condenadas por el Papa Francisco, no son privativas de ese país.

El vecino norteamericano también ejecutó horrendas masacres y redujo a sus indios a neta escoria social mediante un cruel genocidio.

En el Sur de nuestro continente, la abusiva y criminal conducta de los conquistadores españoles y de otras potencias europeas se comportó de forma similar, al igual que en otras partes del planeta donde, a nombre de la fe en Dios, la muerte y la violencia cercenaron civilizaciones enteras.

Y en días donde nuevamente la xenofobia y el odio a lo ajeno se multiplican como bandera de los pujos hegemonistas de la primera potencia capitalista, es oportuno que el  Santo Padre haya mostrado el coraje y la honestidad de exponer la verdad histórica.

La ruta del entendimiento

Para no pocos observadores, el Papa Francisco no solo ha obrado con valentía y honestidad, sino que además ha abierto la puerta a una verdadera reconciliación en torno al oscuro episodio de la colonización y  evangelización de pueblos no cristianos.

Y es que, sin dudas, el consenso claro y fuerte se deriva de que cada parte asuma conscientemente el papel que ha jugado y que  impuso a otros sin mayores reparos.

Y no se trata de establecer eternos complejos de culpa  a determinado grupo humano, sino de conocer y  juzgar con serenidad lo terrible que un día sus antecesores ejecutaron, el nivel de desgracia que infringieron, y la necesidad de  evitar repeticiones en los tiempos por venir. Es, precisamente, hacer valer la proclama cristiana de “amar al prójimo.”