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La Habana, Cuba. – El sueño de los hegemonistas es tener al frente naciones tan débiles y corroídas como para poder imponerle lo que les venga en ganas sin temor a respuestas contundentes. Y en América Latina trabajar a favor de “Estados fallidos” -para usar su propia jerga- es un empeño que aplauden y suscriben.

De manera que a tales intereses les convienen países donde los índices de desestabilización sean altos, al punto que la delincuencia, el narcotráfico, la corrupción y toda ilicitud serán siempre bienvenidas.

Porque un “Estado fallido” siempre es manipulable y abrirá espacios incluso para que pretendidos socios poderosos ofrezcan y desplieguen “apoyo y asistencia” en vivo y en directo para asumir el tan conveniente desorden.

En pocas palabras, injerencismo a pulso tras la hipócrita cortina de socorro y apoyo.

No pocas experiencias

En consecuencia, para los latinoamericanos y otras naciones empobrecidas, todo índice de caos interno es un asunto no solo de seguridad, sino de integridad nacional.

Y si repasamos nuestra historia regional hasta ahora mismo, no pocos despliegues y acciones militares hegemónicos desde el Norte hemisférico contra el Sur, han tenido como pretexto la desestabilización local y la pretendida carencia de repuesta oficial interna para poner coto al desorden.

Eso, junto a que también ciertas autoridades locales han solicitado servilmente el resguardo del Socio Mayor. Y por esas vías se han aposentado en esta parte del mundo bases bélicas en suelo ajeno, e incluso se ha incitado artificialmente el desbarajuste para cambiar por la fuerza gobiernos incómodos a nombre de salvaguardar la paz ciudadana.

Claridad y control

Desde luego, lograr la estabilidad y seguridad internas requiere de vigilancia y control eficientes a todo nivel, y de un cuerpo legal y de seguridad que disuadan, sin excepción, los intentos de desborde delincuencial.

A ello deben sumarse políticas que reduzcan el tejido social susceptible de ser arrastrado a delinquir. Por demás se imponen la rectitud, la honradez, y la ética oficiales como antecedentes inexcusables.

Y es que nadie puede luchar ni decir que lucha con efectividad por el bien y la pulcritud ciudadana, si desde las primeras instancias el fraude, la corrupción, el nepotismo y la ineficacia son prácticas cotidianas e incluso desfachatadas. Y para mal de todos, está claro que en ese espacio clave para una nación hay aún grandes hoyos y pozos sin cegar.