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La Habana, Cuba. – El sueño de una república martiana se frustró apenas alboreaba el siglo XX en Cuba, bajo el ala ignominiosa de la recién estrenada águila imperialista estadounidense.

La deuda contraída con el Apóstol de la independencia aun recorrería casi seis décadas sin saldarse, a pesar de que jamás se abandonó la esperanza de alcanzar el máximo de luz para aquella otra patria, la enlutada, advertida por el Poeta.

Peldaño a peldaño se fue escalando por lustros de oprobio, sin permitir el olvido de los ideales del Maestro.

Y despuntando el año de su centenario, en la ciudad que lo vio nacer, la nueva generación junto al pueblo habanero, alzaría la luz en una Marcha de las Antorchas para que la metáfora, literalmente, incendiara la noche, desplazara las sombras, haciendo retroceder la derrota de una soberanía todavía por cumplirse. José Martí proseguía cabalgando la historia, infatigable e insomne.

La alborada perenne

Pero la gran clarinada ya venía fraguándose de manera subterránea y silenciosa, y estallaría a mitad del año de la secularidad martiana, en la mañana de la santa Ana, al otro extremo de la isla y muy cerca del monumento funerario que guarda los restos mortales de Martí.

Aquella Generación del Centenario portaba como estandarte las doctrinas del Maestro, proclamando que para los cubanos estaban cerradas las vías electorales.

Si José Martí había iniciado la Guerra Necesaria, ahora comenzaba la Guerra Imprescindible, la inaplazable. La noche entronizada por la colonia y mantenida por el águila imperial, sería desalojada del mapa insular. Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol, alegaría Fidel.

Las dos patrias mencionadas por el poeta, Cuba y la Noche, se convertirían definitivamente en una sola Patria luminosa. La patria de la alborada perenne.