La Habana, Cuba. – Aquel octubre convulso de 1967, en una quebrada boliviana y en nombre de una viciada democracia, fue asesinado un gran poeta.

Era de los que hacía el amor con la palabra con más pasión que orgullo, y su fuego era amoroso y hostil, y quería fundar y fundir pueblos. Pero era poeta, sobre todo, porque puso la sangre y los músculos como testimonios de su verdad.

Había alcanzado grados de Comandante y condición de Ministro, y el amor de un pueblo que lo acogió como a un hijo, pero renunció a sus nombramientos y a la calidez del hogar porque creía en la victoria siempre.

América lo rebautizó simplemente como Che. Y ahora que ya no duerme, está allí, junto a los padres eternos del continente.

Saliendo del espejismo

Con la ilusión de un capote raído que les han revendido como nuevo, regresan algunos pueblos de América Latina a sus viejas miserias.

El asedio latiente de políticos venales, el acoso continuo de los organismos financieros del norte y la blandenguería ética de quienes ahora se vuelven a la derecha, configuran el panorama dominante en un continente azotado, además, por la naturaleza.

Al espejismo de una democracia empresarial, lastrada por el agravamiento de las crisis económicas y sociales, el pensamiento guevariano opone la única solución viable para nuestros pueblos: luchar contra el imperialismo.

Latinoamérica sigue preguntándose qué fue de aquel poeta que quería fundar y fundir pueblos, y reclama su comandancia a más de medio siglo después de su caída, cuando el cadáver del Che vuelve a juntarse en los Andes tumultuosos.