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La Habana, Cuba. – El 6 de diciembre de 1873, dijo adiós un poeta atormentado y contradictorio del estilizado ambiente romántico de la intelectualidad mexicana de la época, Manuel Acuña Narro: había ingerido cianuro de potasio.

Al joven de 24 años lo hallaron en su habitación de la Escuela de Medicina, abatido por penurias económicas y amores incomprendidos de Rosario de la Peña, a quien dedicó su último y universal poema, Nocturno, del que ella diría: Tal vez esa Rosario de Acuña no tenga nada mío fuera del nombre.

Además de ese canto al amor imposible, de Manuel Acuña también destacan la Elegía a la muerte de Eduardo Alzúa y el drama El pasado.

José Martí escribió: ¡Lo hubiera querido tanto, si hubiese él vivido! y agregó que al leer el Nocturno a Rosario, lloraba sobre él, pues se rompió aquella alma cuando estalló en aquel quejido de dolor.

Rosario y Martí

No solo Manuel Acuña cayó ante Rosario de la Peña, lúcida en hablar sobre poesía, política y literatura y de una inteligencia y corazón que, decían, valían más que su hermosura.

Intelectuales como Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Ignacio Altamirano, Justo Sierra, Manuel María Flórez y Juan de Dios Peza, pidieron sus atenciones sin que la joven accediera. José Martí llegó a ella invitado a una peña literaria de su hogar y la amó a pesar del rechazo.

En carta exaltada, declara: A nadie perdoné yo nunca lo que perdono a usted; a nadie he querido tanto; yo soy excesivamente pobre, pero rico en vigor y afán de amar.

A los 77 años, le preguntaron quién de todos le resultó más simpático y Rosario de la Peña afirmó: Pepe Martí, ¡Qué duda cabe! Era el Libertador un hombre agradable, en extremo insinuante y en los ojos traía todo el sol de su isla nativa.