La Habana, Cuba. – Desde que Zenobia Camprubí, la eterna compañera, partiera varios años atrás, Juan Ramón Jiménez Mantecón no volvió a los días iluminados y el 29 de mayo de 1958, dijo adiós desde el exilio en Puerto Rico.

Moría el andaluz universal, el escritor de las obsesiones por lo perfecto, el buscador de su propia voz: el Premio Nobel de Literatura fue un arquitecto acucioso de la poesía y de cada letra impresa.

Mucho escribió el español y en sus archivos se contaban centenares de textos inéditos; pero, por sobre todas sus obras, quedó la inmortal elegía de Platero y yo, un canto de ternura, un monumento a la piedad dedicado “A la memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol”, que le mandaba moras y claveles.

Juan Ramón Jiménez, nacido un día de Navidad en Moguer, Huelva, dijo de sí: “Mi vida fue salto, revolución, naufragio permanentes”.

Jiménez en La Habana

A principios de diciembre de 1936, el escritor español Juan Ramón Jiménez visitó La Habana y en la ciudad pronunció múltiples conferencias. De esa estancia dijo: “La Habana está en mi imaginación y mi anhelo andaluces desde niño.

Mucha Habana había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla. ¡Cuántas veces, en todas mis vidas, con motivos gratos o lamentables, pacíficos o absurdos, he pensado profundamente en La Habana, en Cuba!”

Aquí vivió dos fecundos años que dieron luz a la Antología de la poesía cubana y en su relación con la intelectualidad de la Isla, prologó libros de poetas como Cintio Vitier y publicó una semblanza de José Martí en su texto Españoles de tres mundos.

Sobre el Apóstol, expresó Juan Ramón Jiménez: “Hay que escribir cubanos, el cantar o el romancero de José Martí, héroe más que ninguno de la vida y de la muerte”.