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Culiacán, México. Nada mejor para despertar el interés de un caminante extenuado y hambriento de saber, que una obra cuya historia es más extensa que algunos de los buenos libros que se han editado en los últimos cien años.

Tamaña sentencia podría resultar presuntuosa, pero cuando uno se enfrenta en esta ciudad al monumento a Cuauahtémoc, el último de los gobernantes mexicas, comprende que existen piezas artísticas a las que el tiempo no ha podido dominar a su suerte, enterándolas en el olvido de quienes las esquivan de sus miradas, rehenes del cruel e inexorable lenguaje de la rutina.

La creación, ideada por el escultor Miguel Noreña, fue una pincelada del indigenismo académico, altamente promovido por el gobierno de Porfirio Díaz. Su inauguración en 1887 cinceló una construcción que siglos después de su creación sigue hablándonos con un parlamento inmortal.

Su ademán guerrero, anuncia que existe la justicia poética, que los dignos siempre serán salvados y que los malhechores e invasores, condenados al infierno del ostracismo de la historia.

Cuando el paseante observador e imaginativo hurga en el rostro del monumento descubre cientos de matices que le provocan una mueca fructífera. Algo le indica que la figura vive,  señalándole  muerte, supervivencia y combate.

Entonces se aboca en el subconsciente una lucha implacable contra todo lo negativo que nuestros ojos y acciones han dejado correr. El dilema deriva en enfermedad y remedio, en luz y oscuridad, en razón y delirio.

Continúa el viajero tratando sus demonios internos a base de cócteles filosóficos que no comprende pero le entusiasman. Confirma que le apasiona ser un caminante leal a sus gustos, que solo encuentra la liberación en palabras que recorren el paisaje monumental que se extiende ante sus ojos.

Una palmada en el hombro le devuelve a la realidad. Ante la pose de  Cuauahtémoc,  el último de los gobernantes mexicas, interioriza entonces que los artistas, los hombres y las obras de arte luchan a su manera.

A veces, se adornan con bellas maneras o formas guerreras. Su lenguaje no es solo un arma, es un símbolo. Son como poetas y soñadores que se uniforman para cumplir con el deber de recordarnos que nuestros mejores legados son muralla y bandera.