Si la cultura argentina tiene un par de pilares, esos son el Teatro Colón y la librería El Ateneo Grand Splendid, dos joyas arquitectónicas de obligada visita en la multicultural ciudad de Buenos Aires.
Con una impresionante magnificencia, el Colón, como familiarmente lo llaman los argentinos, fue inaugurado en 1908 después de casi una década de construcción y del trabajo sucesivo de los arquitectos italianos Francesco Tamburini y Antonio Meana y del belga Jules Dormal.
El edifico, cuya fachada tiene una altura de 28 metros, es considerado como uno de los cinco mejores teatros del mundo y con la mejor acústica para ópera y la tercera para conciertos, por eso se dice que es un lugar donde se prueba el talento de quienes allí se presentan.
Durante diez años, entre 2001 y 2010, el ecléctico inmueble fue sometido a una profunda rehabilitación para recuperar sobre todo su sala principal, que es una de las mayores del mundo con 32 metros de diámetro, 75 de profundidad y 28 de altura.
Esa sala tiene siete niveles y capacidad para casi dos mil 500 espectadores sentados, aunque esa cifra llega hasta tres mil al incluir a los de pie, todos atentos a un escenario gigantesco que tiene 35 metros de profundidad por 34 de ancho.
Pero si impresionante es el escenario, no menos lo es la lámpara de bronce en forma de semiesfera que preside el techo con un diámetro de siete metros y más de 700 bombillos, que puede subir y bajar a conveniencia.
El teatro también alberga desde 1960 al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, una institución docente que forma profesionales de la música, la danza y el canto, además de la producción teatral, vestuario, maquillaje y escenografía.
Sin embargo, en espectacularidad librería El Ateneo Grand Splendid no se queda atrás pues es un viejo teatro reconvertido en la que es considerada como la segunda librería más bella del mundo, de acuerdo con el diario británico The Guardian.
La historia la empezó el austríaco Max Gluksman, quien construyó el edifico del Teatro Grand Splendid, inaugurado en mayo de 1919, con cuatro hileras de palcos, 500 butacas, refrigeración y calefacción y techo corredizo.
A partir de 1924, Gluksman, que era bien avispado, creó el sello El Nacional Odeón, que grababa y comercializaba discos con los espectáculos que tenían lugar en ese hermoso inmueble sobre cuyas tablas se presentaron en distintos momentos desde Gardel hasta nuestra Alicia Alonso.
Hace una década, un grupo empresarial privado asumió la rehabilitación y reconversión del lugar, que ha pasado a ser un punto imprescindible en el circuito turístico porteño al recibir un promedio de tres mil visitantes diarios y vender cada año unos 800 mil ejemplares de una exhibición en estantes que se calcula en 250 mil títulos en esta era de lecturas electrónicas.
El antiguo teatro, que tiene unos dos mil metros cuadrados, cuenta con tres plantas sobre la superficie y una soterrada, todas hoy ocupadas por la librería que conserva el rojo y dorado original y donde, en una asombrosa decisión, se puede leer tranquilamente en los antiguos palcos sin necesidad de comprar un libro.
La singular librería resiste el embate tecnológico como un reducto de la cultura en una ciudad donde resulta evidente el aprecio por la lectura, estima que se puede comprobar en cualquier línea del metro, llamado aquí Subte, donde no son pocos los que aprovechan la duración del trayecto para disfrutar de un libro.
El Colón y El Ateneo reúnen belleza y nostalgia, pero sobre todo son dos sitios que guardan un increíble acervo cultural que sin dudas trasciende las fronteras de Argentina.
Por Raúl Menchaca, enviado especial