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Los muchachos con bocinas, el vecino desconsiderado, los autos a deshora y hasta trenes en las ciudades…la contaminación sonora invade nuestras vidas a diario.

Es una enfermedad que no viene de ahora y que se ha metido en el ADN del cubano desde el siglo XVIII.

Varios gobernantes, tanto españoles como después criollos, intentaron en vano regular los excesos acústicos sobre todo en las ciudades cubanas.

Desde el Obispo Espada hasta Miguel Mariano Gómez, cuando era gobernador de La Habana, todos trataron de conjurar lo que algunos consideran como una maldición de la modernidad que tiene influencia directa en la vida, y sobre todo en la salud de las personas.

Técnicamente tanto un sonido como un ruido tienen un origen común, pero la transformación de uno en otro depende del lugar, la hora y las consecuencias.

La ley y el desorden

El país dispone de un marco legal para sancionar a quienes incurran en acciones ruidosas, que arriesgan enfrentar desde multas hasta el decomiso de los medios causantes de la contravención.

La Ley 81 en su artículo 147 define la responsabilidad de las personas, naturales o jurídicas, en relación con las afectaciones del ruido.

Según los especialistas, el límite permisible para el oído humano sin sufrir malestar oscila entre 60 y 65 decibeles, una cifra que fácilmente vemos superada en cualquier esquina.

La contaminación sonora, que no solo es un problema de educación cívica, tiene que ser enfrentada tanto por las instituciones como por los ciudadanos.

Esa es la única forma de evitar que la irresponsabilidad de algunos, nos deje sordos a todos.