Como todo ser humano, Diego Armando Maradona, el mítico 10 de Argentina, tuvo defectos y virtudes, pero siempre supo de qué lado estaban los suyos.

Por eso, desde que estuvo en La Habana en julio del 87 para recoger un Premio de Prensa Latina y además conocer personalmente a Fidel, quedó ligado eternamente a Cuba y a la Revolución.

Desde entonces, si en algo fue coherente fue en la defensa de las ideas del Comandante y de la obra de Chávez, otro de sus grandes amigos. Consecuente con esa afinidad ideológica, en los peores momentos se mantuvo al lado de la Revolución Cubana, una actitud que ratificó en un mensaje a Fidel: Si algo he aprendido contigo a lo largo de años de sincera y hermosa amistad, es que la lealtad no tiene precio. Y nunca se vendió, ni se destiñó en estos tiempos de traiciones y lealtades compradas.

Más que un tatuaje

La primera vez que Fidel y Maradona coincidieron estuvieron conversando durante más de tres horas y dicen que hablaron de lo humano y lo divino.

Aquel diálogo nocturno, que terminó de madrugada, marcó el rumbo de una relación que trascendió lo deportivo e incluso lo político para hacer emerger una larga e íntima amistad.

El futbolista, nacido en Villa Fiorito, uno de los barrios más humildes de Buenos Aires, reconoció en el Comandante a un líder de pueblo que transformó un país en favor de los desposeídos.

Para hacer perdurable y proclamar esa afinidad ideológica, se tatuó el rostro y la firma de Fidel en la pierna izquierda, esa que tanto temieron sus rivales en la cancha.

Pero esa silueta fue mucho más que un tatuaje, porque tuvo el valor simbólico de colocarlo para siempre con Fidel en la izquierda.

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