Tiene 82 años y trabaja –a pesar de su edad- en la Biblioteca Nacional José Martí. Usualmente se le ve en la sala circulante, porque allí, es el encargado de velar por la disciplina. Se sienta en una silla, justo a la entrada de la puerta, y desde su posición de centinela mantiene a todos los usuarios vigilados.

Exhibe las prendas típicas de las personas que se formaron en otro tiempo: camisa planchada a detalle, pantalón ligeramente ancho y bien limpio y zapatos cerrados; algunas veces lleva sandalias, pero siempre con medias oscuras.

Dice, sin dar más detalles, que nació en el campo y que vino, “solito” para La Habana a los 14 años buscando una vida mejor. También cuenta, entre las risas de quien voltea un momentico la mirada para ver el camino recorrido, que trabajó en muchos lugares y finalmente, hace 16 años llegó, como contrata, al altar de los libros.

Es negro como las noches sin lunas y sin estrellas y, aunque las piernas ya no son tan estiradas como antes, tiene una gran estatura, que acompaña a la ligereza de su cuerpo –ahora- delgado. Usa espejuelos y con ellos ve cada detalle, más sus oídos y su mente no necesitan ningún aditamento pues, como el mismo dice, gracias a Dios funcionan bien.

Funcionan tan bien que no dejan escapar el menor detalle, por eso, a veces los visitantes se impacientan con su presencia y sus constantes llamados de atención. No permite el menor ruido, regaña y explica que las bibliotecas son lugares de paz, en los que se necesita concentración.

Hay un trio –dos alumnos y una profesora- que llevan más de un año visitando el lugar todas las semanas sin falta. Él los conoce bien, no solo por la recurrencia, sino por la cantidad de veces que tiene que acabar con sus diálogos fuera de tono.

Esa mesa- por favor-, hablen bajito, les dice una y otra vez -en ocasiones con un ligero tono crispado- y, ellos, delirantes por los constantes intervenciones del “abuelo”, acatan las órdenes entre murmuro de resabios en un ciclo que se repite por más de dos horas.

Sin embargo, en las últimas visitas del dúo de aprendices revoltosos y la profesora complaciente, el panorama ha cambiado. Tanto así, que el celoso guardián los felicitó (antes de que se marchasen) por la disciplina que mantuvieron en la jornada. Y, con voz de tutor aleccionador, los exhortó a continuar así.

¡Hoy se portaron bien, hace falta que se repita!, les dice casi con la certeza de que tanto silencio fue pura casualidad de un día de esos en que la gente se mueve nada más que por inercia.

Luego de ese suceso, que tras un apretón de manos se calificó como “pacto de paz” entre el trío y el abuelo, uno de los estudiantes le obsequió algunos caramelos a Bienvenido Alfonso y fue, justo en ese instante, que se dieron cuenta que había encontrado una de esas raras gemas que cada vez escasean más.

Fíjense –les dijo a los tres- acepto los caramelos, pero no piensen que van a poder hacer lo que ustedes quieran por esto. Aquí el silencio es un requisito fundamental- Y, con la mirada firme, expresó las palabras que su voz no pronunció: no hay soborno que valga.

Todo el mundo colocó la risible cara de asombro, tan típica en los pequeños momentos que uno asegura que nunca vivirá, pero que llegan cuando no se esperan. Y, con ese detalle, premio de vivir en la cotidianidad, uno percibe hay gente a la que vale la pena imitar.

Cada semana Bienvenido Alonso recibe caramelos, y cada semana tiene que mandar a moderar el tono de la voz a sus “nietos”.