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Para comentar sobre el Teatro Campoamor nada mejor que la crónica de Miguel Barnet, que fue publicada en el libro Arquitectura cubana. Metamorfosis, pensamiento y crítica.

En el texto el escritor expresa que en su adolescencia vio desfilar por el Campoamor a las cupletistas andaluzas engordadas con jamón de Jaburgo y panes de ajo. A los tenores desafinados que cantaban Granada o Júrame, con sacos de tres botones y pelos envaselinados; a las coloraturas que aullando hasta rajar el tímpano se empinaban para alcanzar el agudo de Soledad, de Rodrigo Prats.

También al viejo Bringuier y Alicia Rico, improvisando morcillas salidas del ingenio criollo para salvar sketches borrosos escritos por chupatintas, que quedaron para siempre en el olvido.

Al mago Mandrake con sus pantalones anchos y sus dientes de oro coruscantes y fríos, que un día desapareció para siempre en una calle de La Habana que hoy llamamos centro.

Abrigo de manifestaciones artísticas

En el Teatro Campoamor, Barnet vio a Rita Montaner; películas de Imperio Argentina y a Lola Flores taconeando en el escenario. Pero acota en su crónica que ya para entonces el coliseo no era ni la sombra de lo que había sido.

Un teatro tipo vienés, de herradura, para voces pequeñas y gastadas, para zarzuelas y operetas, engalardonado con orla dorada y lámparas de rococó, donde lo más granado de La Habana se daba cita y las “chusmas” se apelotonaban en el gallinero para cazar un gallo, chiflar o tirar un huevo a un cantante.

En el Campoamor ocurrieron las veladas afrocubanas organizadas por Fernando Ortiz y la Hispanocubana de Cultura, donde el antropólogo llevó al escenario por primera vez los tambores batá de Pablo Roche, y auspició el Festival de Poesía que dirigió Juan Ramón Jiménez.

Allí se escucharon las voces de Lezama, Cintio y Fina, así como la poesía negra.

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