Por Sealy Gardón Pantoja

La Habana, Cuba. – A la par de los procesos sociales, la cristalización de la nacionalidad cubana tuvo expresiones genuinas en la música.

A las estructuras melódicas y armónicas de la tonadilla escénica española y las arias operísticas francesas e italianas, se les comenzó a acompañar con textos de temáticas nacionales, inspirados fundamentalmente en la hermosura de la mujer criolla, los paisajes de nuestros campos y, con singular belleza, se abordó la consolidación del amor patrio.

Así nace La Bayamesa de Francisco Castillo, José Fornaris y Carlos Manuel de Céspedes durante la etapa embrionaria de la canción cubana.

Poco a poco, la música abandonó las referencias extranjeras hasta lograr “lo cubano” en su sonoridad; las líneas melódicas comenzaron a ser más fluidas desde que Pepe Sánchez compuso el primer bolero registrado, Tristezas, en 1883.

Reflejo y gestora de cambios

El arte y la sociedad mantienen una relación dialéctica en la que ambos se influyen mutuamente. No siempre ha sido una relación cómoda, en la que se han aceptado sin reclamos; sin embargo, ha sido importante el impulso de lo social a lo musical y viceversa.

Muchas voces se han empeñado en acompañar el devenir histórico cubano, entre ellos, nombres inolvidables como Carlos Puebla, el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, Silvio Rodríguez; Sara González, Moncada, la popular orquesta Van Van, Tony Ávila y Buena Fe.

Con propuestas refinadas y elegantes, han honrado la tradición de ser reflejo de sus tiempos y gestores de cambios necesarios.

En medio de la globalización, urge velar por la instrucción cultural de los jóvenes; permitir que la industria internacional se encargue de hacerlo, es lanzar al vacío siglos de construcción de la identidad nacional.  

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