La Habana, Cuba. – El 10 de junio de 1942, la aldea checoslovaca de Lídice dejó de ser el poblado apacible, casi réplica de cuando se fundó a principios del siglo XIV.

Pasadas las 10 de la noche, la policía y la seguridad nazi-fascistas obligaron a sus moradores a salir de las casas; los hombres fueron fusilados en una hacienda y las mujeres enviadas a campos de concentración en Alemania.

A los niños los llevaron a centros especiales y cámaras de gas, pocos fueron escogidos para ser germanizados; Lídice fue uno de los mayores crímenes de la Segunda Guerra Mundial al ser saqueada, incendiada, esparcidos sus restos y borrada.

La masacre tuvo origen en el ataque que dos guerrilleros de la resistencia hicieron al nazi Reinhard Heydrich, muerto luego víctima de septicemia; Hitler, enfurecido,  desencadenó una brutal represión contra la población checa.

Lídice debe vivir

Unas 340 personas de Lídice murieron a causa de la represión alemana; tras la derrota del fascismo, sobrevivieron y regresaron al pueblo 153 mujeres y 17 niños.

El olor a heno no existía, ni crecía la hierba fresca, era un pueblo fantasma que en 1949 inició la reconstrucción al nordeste del antiguo asentamiento, lugar en el que hoy se erige un monumento a la tragedia.

En homenaje a ese holocausto, tomaron el nombre de la aldea sitios en diversos países, se levantaron monumentos a las víctimas, se alzó un memorial, fueron escritas obras de teatro y Oswaldo Guayasamín realizó un acrílico sobre madera.

Aunque el fascismo intentó anularlo, Lídice renació como símbolo de vida y dignidad; y ahí está, para que nos haga pensar en la obligación de luchar para que la barbarie no vuelva nunca más.