La Habana, Cuba. – Todo había sido preparado minuciosamente. Desde el puerto de Fernandina, cerca de Jacksonville, en la Florida, saldrían tres embarcaciones cuyos fardos simulaban ser aperos de labranza, pero en realidad era un cargamento de armas y municiones para poner en marcha la Revolución en Cuba.

Una delación hizo fracasar aquel plan, la rabia y el dolor se apoderaron de José Martí, asediado y perseguido allá, en tierra extraña.

Pero su angustia jamás se transformó en desaliento. Tuvo el apoyo fiel de quienes lo acompañaban en el impulso definitivo a la gesta redentora.

Poco después, el delegado del Partido Revolucionario Cubano cumpliría 42 años. Al día siguiente, junto a otros patriotas, firmó la orden de alzamiento simultáneo en la Isla para la segunda quincena de febrero, dirigida a Juan Gualberto Gómez, figura clave en la coordinación de las acciones.

Al lado del deber, en la hora suprema

El 24 de febrero de 1895 -domingo de carnaval- estalló la guerra necesaria, como la pensó José Martí, su estratega y líder, el que unió y empujó sin descanso para llevarla adelante, consciente de que en Cuba sólo cabía una solución revolucionaria.

La Protesta de Baraguá -en el 78- dejó en claro que el Pacto del Zanjón sólo fue apenas un entreacto.

En marzo, en la localidad dominicana de Montecristi, Martí redactó y firmó -avalado también por Máximo Gómez- el Manifiesto que contenía el programa de la guerra por la independencia, recién iniciada, y su proyecto de futuro. Y estuvo, como uno más, en la hora suprema de la Patria, hasta entregarle su vida y mucho más: una obra poética espléndida, ensayos y crónicas geniales…y un pensamiento político que sacude y estremece, ahora como antes.

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