La Habana, Cuba. – El siglo XIX cubano tuvo su puntal más alto en José Martí. El siglo XX habría de esperar a la segunda década para que naciera el hombre capaz de alzar la cota hasta valores definitivos.
El 13 de agosto de 1926, la estrella solitaria dentro del triángulo rojo de nuestra enseña nacional, refulgió con un brillo particular.
Como si la estrella que guía supiera de antemano el vástago excepcional que abría sus ojos en una patria todavía por conquistar. La libertad e independencia prometida por los padres fundadores del 68 permanecía pospuesta, aplazada, bajo las alas de un águila imperial con un apetito cada vez mayor.
Fidel Castro Ruz nacía para el bien de la patria; aquel que haría posible lo imposible, alcanzar el peldaño más alto en una revolución escalonada en etapas sucesivas, pero cuya cúspide aún se vislumbraba ajena y lejana.
Posibilidades en flor
Si algo caracterizó siempre la personalidad de Fidel fue la excepcionalidad. Tanto, que el imaginario popular cubano, años después de su partida física, lo continúa nombrando Comandante en Jefe, como una forma de englobar sus cualidades e impartirle la jerarquía correspondiente dentro de la historia.
A lo largo de la vida de Fidel, los epítetos se acumularon de manera natural: coloso, gigante, profeta de la aurora, el caballo, barbudo, guerrillero invicto, como si un solo nombre no bastara para definir su plenitud. Siempre con las doctrinas del Maestro en el corazón.
Y no podía ser de otra forma en un hombre que resumía en sí mismo lo mejor del alma cubana, y su secular anhelo de redención.
Fidel hizo posible lo imposible: el triunfo de la luz en los altares de la patria, en toda su geografía. Y las posibilidades para Cuba se abrieron en flor, infinitas.