Una nación, o al menos su espíritu redentor, no se forma por generación espontánea. Resulta de un hervidero de acciones y pensamientos que consolidan un cuerpo visible.

Durante el siglo XIX, Cuba acrisola las virtudes que la pertrechan para nacer con identidad propia. Esos fermentos confluyen hacia Bayamo y Manzanillo el 10 de octubre de 1868.

Algunos hacendados estiman aplazar las acciones hasta el término de la zafra. Sin embargo, el patricio bayamés Carlos Manuel de Céspedes desoye precauciones, y cree llegado el momento de proclamar la guerra contra la metrópoli española. Cuba será libre por el esfuerzo de sus hijos.

Reunidos los patriotas en el ingenio Demajagua, de Manzanillo, Céspedes ofrece la libertad a sus esclavos, y proclama el inicio de la Revolución, la guerra de independencia absoluta, hasta alcanzar toda la justicia para todos.

Independencia o muerte

José Martí, nuestro Héroe Nacional, opinó de Céspedes: Y no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió  a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos. Nacía así la nacionalidad cubana, de estirpe gallarda y combativa.

Las batallas y glorias de los años posteriores, llevan el sello de Céspedes, bien titulado el Padre de la Patria. Nuestro lema, escribió, es y será siempre: Independencia o Muerte. Cuba no solo tiene que ser libre, sino que no puede ya volver a ser esclava.

Ese fuego iniciático prendido por Céspedes el 10 de octubre, recorre inextinguible la historia de Cuba. No hay retroceso posible hasta la victoria, y los cubanos jamás prestarán oídos a voces de conminación al fracaso.

Si en los comienzos tuvimos un Padre fundador de esa estatura monumental, la Revolución Cubana, ahora triunfante, añade gloria y honor a su nombre, para nunca desmerecer su ejemplo.