Compartir

Es que el Che a los 95 años… es de todos.

Al Che no lo podrán capitalizar, dividir en porciones para ser repartido, encerrado entre las frías tapas de un libro, tampoco lo podrán meter en cajones, detrás de paredes grises o en las salas climatizadas llenas de eruditos, donde redoblan su nombre envuelto en palabras acomodadas al calor de la izquierda, la rémora de la derecha o la desidia del centrismo.

El Che es de todos, es mío, muy mío y obviamente muy tuyo… muy de todos.

Hace mucho quedaron atrapados en el tiempo sus seres queridos, también los investigadores que intentan entenderlo y explicarlo, que lo psicoanalizan, que analizan sus amistades, preferencias, anhelos y sueños más encendidos, los que intentan interpretar cada disparo que hizo, cada escaramuza, emboscada, cada espasmo por el asma, el hambre o el frío… y hasta las intríngulis ganadas por el verbo encendido.

Nadie tiene que sentirse intranquilo o meditabundo con estas ideas, sencillamente fue el Che inmenso y de su tiempo, un tiempo luminoso que aún fulgura entre coces, espuelas y bríos. Tampoco el Che es un sujeto para clonar a esta altura de siglo.

Anda libre el referente, sirviendo en las buenas acciones, inspirando… estremecido.

El Che es tan universal que encaja en todos los puzzles y está presente en cada algoritmo, esos que intentan explicar las causas justas, loables, en condiciones de ser alcanzadas, sin hastíos. El Che inspira, incluso en las más complejas fórmulas del sacrificio, de la ración exigua, de la ropa en harapos, de los zapatos zurcidos. Pero también es la explicación de la felicidad infinita, la bonanza que llega con el trabajo y el estímulo, por ello la muerte aun compite con él y queda desnuda, avergonzada… develada en su propia mística cuando llegamos a asumirlo más allá del cadáver inerte.

El Che otorga méritos y certifica al que ama y reformula, al que funda y abraza, al buscador de la eternidad, al soñador empedernido.

Hermano… el Che es nuestro, no lo van a impedir quienes pretendan guardarlo en amuletos sombríos, en alguna placa conmemorativa o en los estridentes cencerros, algunas veces adormecidos.