Lejos de acabar con las guerras como prometió, Donald Trump llegó desatando conflictos. Las desavenencias van desde la justa repulsa que provoca en Latinoamérica su maltrato a los indocumentados, hasta el tiroteo arancelario desatado por sus chantajes, y por la burda manera en que trata a sus vecinos del sur.
Sin embargo, donde descuella su prepotencia y mal sentido de la política, es en relación con el conflicto palestino.
Su plan de limpiar la Franja de Gaza, sacando de allí a un millón y medio de los sobrevivientes de la masacre israelí y trasladándolos a Jordania y Egipto, no solo es un desatino que desafía todos los pronunciamientos de la ONU a favor de un Estado palestino.
Además, su sola propuesta constituye una llamarada que podría poner en peligro la precaria tregua conseguida entre Tel Aviv y Hamas.
Más incendio que con Biden.
Peligroso para el Medio Oriente no es solo que Trump pretenda concluir la obra que Netanyahu inició con el apoyo de Joe Biden, expulsando de Gaza a sus habitantes. Su administración ha dicho que no cortará la ayuda a Israel, lo que anuncia la continuación de la guerra expansionista de Tel Aviv, y más tensiones regionales.
Incluso, Trump ha destrabado la entrega a ese gobierno de mil 800 bombas de 90 kilos cada una, que su antecesor había congelado; dijo Biden, por sentido humanitario hacia los gazatíes.
De modo que Trump pretende pacificar Gaza acabándola de destruir, y otra vez deportando, pero de un territorio que no es el suyo, a un pueblo que lleva más de 70 años defendiendo su suelo, su identidad, su Estado. Es la estrategia propia de un emperador. Su propuesta: una puerta falsa; indecorosa; inaceptable. C