Pocos cubanos como Perucho Figueredo pueden blasonar ante la historia de una impecable ejecutoria revolucionaria.

Desde que se unió a Céspedes en entrañable amistad, aquel abogado y antes afinador de pianos enlazaba su suerte a la independencia de Cuba, una convicción soldada a un profundo antiesclavismo.

Masón, músico y poeta, tuvo que cumplir condena por infidencia, el delito con que se acusaba a los independentistas, y no fue por gusto.

La Logia Redención, fundada por Francisco Vicente Aguilera, se reunía de manera sistemática en la casa de Perucho, donde además se constituyó el Comité Revolucionario de Bayamo.

A instancias de ese secreto comité nació la marcha que hoy, con ciertas variaciones de música y texto, es nuestro Himno Nacional desde que lo determinó la Asamblea Constituyente que sesionó entre finales de 1900 e inicios del año siguiente.

Para todos los tiempos

El 10 de Octubre de 1968 Céspedes se lanzaría al turbión de la guerra y a su lado estaba Perucho Figueredo, sabedor de que ese camino lo llevaría a la gloria o al cadalso.

No flaqueó aquel hombre cultísimo ni siquiera en las peores circunstancias, cuando capturado enfermo de tifus y con las piernas llagadas, juzgado y condenado a muerte, el Conde de Valmaseda le ofreció el indulto a cambio de dejar las armas contra España.

Dígale al Conde que hay proposiciones que no se hacen sino personalmente, para personalmente escuchar la contestación que merecen, fue la respuesta.

Ese mismo día Perucho Figueredo fue al paredón de fusilamiento con la convicción de que la vida cabe en un verso, porque sabía, y lo dejó escrito para todos los tiempos, que morir por la Patria es vivir.