Los huracanes son sistemas tormentosos masivos que se alimentan del calor de los océanos tropicales, transformando la energía del agua cálida en poderosos vientos y lluvias torrenciales.
Estos colosos atmosféricos, conocidos como ciclones tropicales en otras partes del mundo, giran alrededor de un «ojo» central donde reina una calma engañosa.
Su formación requiere condiciones precisas: temperaturas oceánicas superiores a 26 grados celcius, humedad atmosférica y vientos que no cambien drásticamente con la altura. Cuando estas variables se alinean, nacen monstruos capaces de liberar en un día más energía que cientos de bombas nucleares.
La temporada de huracanes, que en el Atlántico va de junio a noviembre, representa un desafío anual para muchas regiones. Meteorólogos utilizan satélites, aviones cazahuracanes y modelos computacionales para predecir su trayectoria e intensidad.
Reducir riesgos y vulnerabilidades
Los meteorólogos utilizan satélites, aviones cazahuracanes y modelos computacionales para predecir la trayectoria e intensidad de un huracán, aunque su comportamiento sigue siendo impredecible en muchos aspectos.
Estos fenómenos pueden cambiar de rumbo bruscamente, intensificarse de la noche a la mañana o debilitarse al encontrar aguas más frías y montañas. Los efectos de un huracán van mucho más allá de sus vientos destructivos. Las marejadas pueden inundar kilómetros tierra adentro, arrasando todo a su paso.
Las lluvias torrenciales provocan deslaves e inundaciones y los daños siempre son cuantiosos sobre todo en sectores como la vivienda, la agricultura y el turismo.
Por ello, debemos aprender a convivir con estos gigantes hidrometeorológicos, mientras trabajamos para reducir riesgos y vulnerabilidades, y mitigar sus consecuencias.