La Habana, Cuba. Cuando comencé a ir al Latinoamericano, Rodolfo Puente ya no estaba ahí, en el lugar preferido para los jugadores más felinos del infield.
Ya se había ido sin dejarme disfrutar esa imagen de torpedero feliz, de manos elegantes para soltar una esférica sin apenas acariciarla.
Lo contaban mis tíos, lo extrañaban en las gradas, lo añoraban ver los niños.
Los apodos El Jabao Puente, El Chico Puente, siempre me parecieron asociados a que entraba al terreno de pelota a hablar poco y jugar mucho; para recibir aplausos y no rechiflas; con ganas de deleitar en fildeos hacia delante o hacia la mano del guante, aunque acabaran comparándolo con Agustín Arias o Pedro Jova, por esa manía de discutir y polemizar que le sobra al fanático, sin percatarse que los peloteros NO son para echarlos a fajar desde frías estadísticas, sino para quererlos y amarlos.
Ocho veces campeón mundial
Rodolfo Puente es santiaguero de nacimiento por casualidad y habanero siempre, aunque lo más admirable es su carácter risueño, divertido, e inteligente, atributos que lo hicieron merecedor de la condición de novato del año en la temporada de 1978, luego campeón mundial por ocho ocasiones en línea.
¡Ocho veces! Nadie lo ha superado ni lo superará. Sin ser jonronero marcó la cruz de tres bambinazos fuera del parque en un encuentro con Matanzas el 19 de enero de 1970.
No era la fuerza con el madero ni el brazo para tirar lo que más lo distinguió. Puente tenía otras habilidades envidiadas: tocar la bola casi perfecto, batear por detrás del corredor, empujar una carrera a la hora buena, tener excelentes reflejos, saber jugar para el equipo no para su average personal, y ser el primero en llegar y el último en irse del terreno.
Redactó: Joel García