Se dice que en sus inicios fue una trufa con molleja de ave y crema de queso servida en la corte de Luis XIV, rey de Francia.
Las cubría un empanizado que le daba la textura crujiente, o crocante, de la cual derivó su nombre: croqueta.
Destaca un trabajo del periodista Charly Morales, de Prensa Latina, que aquel manjar que encantó al Rey Sol renació en enero de 1817, cuando el cocinero galo Marie-Antoine Cámere agasajó al archiduque Nikolay de Rusia, y al príncipe regente de Inglaterra con una espesa salsa bechamel de cobertura crujiente.
A finales de ese siglo, monsieur Auguste Escoffier, considerado el padre de la cocina tradicional francesa, consagró ese plato en sus textos culinarios y así contribuyó a su popularidad.
A las mesas de todos
En Francia le llaman croquette, en los Países Bajos kroket, y en Japón korokke. En España, por ejemplo, la croqueta fue pionera de la llamada «cocina del aprovechamiento”, pues elaboraban su masa con sobras de cocidos, y un sazón más levantino y aromático.
Sin embargo, las croquetas españolas triunfaron como tapas, ese bocado que antaño servía para cubrir las botellas e impedir que escapara el espíritu del vino, devenido emblema de la gastronomía ibérica.
Para muchos, destaca el trabajo de Prensa Latina, el secreto de ese manjar frito que se prepara con arte y regularidad para la sartén radica en freírlas por tandas y en aceite bien caliente.
Los humildes mortales apreciamos los cánones sibaritas, pero igual disfrutamos las croquetas proletarias y pegadizas, apiladas en un plato, arrinconadas en una cajita de cumpleaños o asomada entre dos tapas de pan.