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La Habana, Cuba. Desde el primero de septiembre La Habana ha debido refrenar sus ímpetus de ciudad bulliciosa, tal vez desmedida.

En el enfrentamiento al nuevo coronavirus, debió retroceder a la fase de trasmisión autóctona limitada, que exige medidas restrictivas aún más rigurosas, como el cese del transporte público y la actividad sólo de centros de producción continua y otros imprescindibles para mantener el pulso vital del país.

En las noches y la madrugada la capital se sume en un silencio sobrecogedor. Por el día, en cambio, vuelven a las calles miles de personas.

Las enormes colas ante las tiendas han ganado en organización, y hasta se advierten más descongestionadas al articularse mejores acciones para controlar indisciplinas.

También ha sido efectiva la aplicación de multas más severas contra indisciplinas sociales y violaciones de normas higiénicas y epidemiológicas.

La conciencia ante el momento complejo

Aún con el conocimiento de la delicada situación epidemiológica que tiene en tensión a La Habana, quedan por ahí algunos que hacen oídos sordos a las advertencias y suelen pasearse sin el uso correcto del nasobuco por la vía pública.

Y otros que ven desmesurado el monto de las multas. Y hasta quienes defienden el supuesto «derecho» a fiestar un poco, porque -alegan- la gente está obstinada.

Es el colmo de la insensatez, de la desconsideración hacia esa mayoría que siente el rigor de tantos meses sin tregua, pero cumple con lo orientado para controlar cuanto antes la trasmisión de un virus mortal.

Hay que apretar más las clavijas en bien de la vida y por respeto a tantos que en disímiles trincheras no descansan y  encabezan una tenaz batalla para que esta ciudad, ahora bajo aparente sopor, vuelva a reanimarse una vez vencido este enemigo solapado.

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