Por Rogelio Riverón

Justo hasta la carta inconclusa a Manuel Mercado —considerada su testamento político— José Martí llevó una de las constantes de su pensamiento y de su acción: el intrínseco deber latinoamericanista.

Ese concepto, madurado a lo largo de toda su existencia, hace de la identidad un asunto que trasciende cualquier esquematismo. Tratados parecidamente por las potencias coloniales, amenazados hacia finales del siglo 19 por un mismo vecino de Rapacidad  delatora, los pueblos del sur del río Bravo tuvieron en el Apóstol un hijo presto y un defensor sagaz.

Martí confesó deberse a América y entendió la libertad de Cuba como un aporte esencial a la consolidación de la soberanía de estas tierras de las que requirió fuesen capaces de aglutinarse. Una breve ojeada al epistolario martiano, o a sus trabajos periodísticos corrobora el afán del Apóstol por la unidad latinoamericana.

Como la plata en las raíces de los Andes

La idea de una América Latina orgullosa de su cultura plural, capaz por demás de aglutinarse en aras de su independencia y su prosperidad, atraviesa la obra escrita y el accionar concreto de José Martí. Con apenas 25 años ya habla del americano como de un pueblo mestizo en la forma, que con la reconquista de su libertad, desenvuelve y restaura su alma propia.

Con razón se ha dicho que la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños es el más alto ejemplo de la voluntad integradora de estas tierras.

Sin negar sus diferencias, los miembros de la CELAC convienen en lo necesario de tratarse como iguales, y de dialogar con el mundo mediante un verbo común. Dan cuerpo así a la aspiración de sus próceres, cuyas ideas sintetiza el pensamiento de José Martí.