“Ranitas bebés, algún día serán ustedes ranas grandes que se venderán muy caras en el mercado. Voy a preparar un alimento especial para apresurar su desarrollo.” (Pato Donald, en Disneylandia, Nº 451.)

En Cuba ya se observan expresiones, comportamientos y más, que hacen prender las alarmas.

Lo hizo con ese aire de desenfado, tan propio de quienes no pueden – o no quieren- ver más allá de lo que alcanzan sus ojos. Lo hizo con una sonrisa en el rostro, ¿quién sabe si fruto de la ingenuidad o de la plena conciencia de que se está obrando incorrectamente? Sea como fuere, lo hizo sin pensarlo mucho y al final, no mostró un ápice de remordimiento.

Ocurrió en una paladar privada, de esas que están a la moda por su sofisticación, por la calidad de los productos, por el buen servicio y por lo inalcanzable para el bolsillo del cubano medio.

Luego de un buen rato de espera paciente y sin sobresaltos, entraron al lugar. Los guió a la mesa un camarero con el prototipo común de quienes cumplen esa función en muchos de los establecimientos gastronómicos privados: sexo masculino, blanco y  cara de actor adolescente de Hollywood.

Con una amplia sonrisa, que estuvo todo el tiempo dibujada en su rostro, atendió el pedido y, unos instantes después, se acercó con “la gran sorpresa”, con la improvisación tantas veces preparada y ejecutada a los clientes que tienen niños: un biberón gigante repleto de caramelos.

A la niña le brillaban los ojitos al ver aquello; sentada junto a sus padres tenía en el rostro la típica expresión de los infantes ruborizados, nerviosos y emocionados. Sabía que algunas de aquellas golosinas serían para ella.

El mesero abrió el pomo, colocó los caramelos de fresa en las manecitas de la pequeña, que había vivido, al menos, cuatro años, no más. Y sin titubear, con voz clara, firme y segura le dijo –aquí te manda el Tío Sam-.

-No- fue la respuesta automática de quienes la acompañaban. –Eso te lo mandan Elpidio Valdés y el Capitán Plin mi cielo-.

La niña estaba entretenida, apenas captó los detalles perceptibles que pueden asimilar los pensamientos puros y virginales de quienes están comenzando a vivir. Para el resto, el silencio era tan tenso que se podía cortar. El joven se retiró despacio, aún con la sonrisa en su cara y sin las más mínimas señales de vergüenza o arrepentimiento; “total, no había ocurrido nada”.

Es decir, nada más que una muestra de que en la política del lugar exaltar la figura del Tío Sam -ese ícono de la idiosincrasia norteamericana- en los niños es una estrategia de trabajo o, tal vez no.

Quizás fue una iniciativa individual de un chico de la primera juventud que hace tiempo tiene otros patrones, que persigue otros modos de vida y siente placer en que otros conozcan su filosofía, y si puede sumarlos a ella, mucho mejor. Al final, como reza el más famoso de los carteles del uncle: “I want you….”

Lo cierto es que para Cuba, la verdadera batalla está en el campo de los símbolos y parece que no somos precisamente nosotros los vencedores.

Desde el análisis más superficial saltan a la luz las carencias de siempre: la televisión nacional continúa sin saldar su deuda con los “más pequeños de casa”. Aunque se realizan varios intentos, la parrilla de programación para ese público tiene que fortalecerse con materiales realizados en el archipiélago.

Deben ser nuestros héroes animados quienes adornen las mochilas, los lápices y las libretas; para descubrir a las princesas de Walt Disney y a Mickey Mouse, habrá tiempo más que suficiente.

Afirman Ariel Dorfman y Armand Mattelart, en su libro Para Leer al Pato Donald, que: “En vista de que el niño, dulce, manso, marginado de las maldades de la existencia y los odios y rencores de los votantes, es apolítico y escapa de los resentimientos ideológicos de sus mayores, todo intento por politizar ese espacio sagrado terminará por introducir la perversidad donde ahora reinan la felicidad y la fantasía”.

La realidad es que este fenómeno es global y afecta a la sociedad toda, pero los niños y jóvenes – a través de una industria del entretenimiento cada vez más fortalecida- son los más vulnerables.

¿Qué será de nosotros –cultura, idiosincrasia, libertad, país- si carecemos de paradigmas (propios)? ¿Dónde quedaran los valores culturales –en la acepción más amplia de la palabra- que nos hacen únicos entre el resto?

Aún desde la superficialidad de un tema tan complejo, con tantas aristas y que afecta a casi todos los rincones de esta tierra, es innegable que los intentos por imponer los valores culturales de una sociedad a otra –a otras- desencadena, entre otros aspectos, la muerte de las estructuras culturales y sociales de lo local, donde históricamente se han formado comportamientos, formas de expresión, maneras de ver y de vivir la vida…

Un ejemplo para ilustrar el impacto de este fenómeno: reseña Eduardo Galeano que Gabriel René-Moreno fue el más prestigioso historiador boliviano del siglo pasado. Una de las universidades de Bolivia lleva su nombre en nuestros días. Este prócer de la cultura nacional creía que los indios son asnos, que generan mulos cuando se cruzan con la raza blanca. Él había pesado el cerebro indígena y el cerebro mestizo, que según su balanza pesaban entre cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca, y por tanto los consideraba celularmente incapaces de concebir la libertad republicana.

En Cuba ya se observan expresiones, comportamientos…. y más, que hacen prender las alarmas. Estamos a tiempo todavía de ofrecer batalla en el campo de los símbolos; pero no una batalle que consista en atacar al contrario sino en enaltecer y dar espacio a lo nuestro con sutileza e inteligencia. ¡Estamos a tiempo todavía!