La Habana, Cuba. – Los héroes de la antigüedad nacían arropados por sagas portentosas, dotados de mágicas virtudes y fabuloso poderío.

Poseían una robustez física inaudita, intrépido valor, asombrosa destreza guerrera.

Transformadas las armas y las cabalgaduras, inútiles ya la espada y la adarga y la ballesta, otras cualidades debían adornar al héroe: una visión anticipadora superior a la de los zahoríes primitivos, una fe más allá de la creencia en el auxilio de los dioses, una elocuencia capaz de hermanar multitudes y estremecer montañas y detener el ímpetu nocivo de los enemigos, y una corajuda verticalidad de jefe militar.

Todo eso debía conjugarse en una personalidad de firme liderazgo. El siglo XX adornó con esos atributos a un ser cuyo nombre presagiaba desde temprano su perseverancia: Fidel.

Fidel es Fidel

Cuando el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, preguntó en la velada que honró al Comandante en Jefe, ¿dónde estaba el líder de la Revolución Cubana?, la multitud congregada en la Plaza de la Revolución de La Habana respondió espontánea, unánime y dolorida: Yo Soy Fidel.

La respuesta se expandió por el archipiélago como tributo de unidad al guía de los cubanos, al que otorgó a nuestro pueblo dimensión universal y elevó la dignidad de la nación a su expresión más alta.

El mismo Fidel había alentado esa multiplicidad cuando advirtió que ante las contingencias cada cubano debía ser su propio Comandante en Jefe. Pero como afirmara el Che, el revolucionario es el escalón más alto de la especie humana.

A escala cósmica debemos ascender entonces para ser Fidel. Ya Raúl lo había sentenciado: Fidel es Fidel.