Estremecen las paredes los bafles de ese vecino que nadie sabe de dónde salió ni de dónde vino, y que ha invadido la cuadra reventando los oídos sin que le importen enfermos, ancianos, recién nacidos…

Vibra el techo con su música, tiembla el suelo con sus ruidos, su bulla derribar quiere paredes, techos y pisos, como si se propusiera demoler los edificios.

Sólo de verlo, se entiende la raíz de ese bullicio: su altanera prepotencia y arrogancia son indicio de que se siente pequeño, insignificante, mínimo, y piensa que demostrando la potencia de su equipo e imponiendo la violencia de su musical arbitrio, gana admirados adeptos y engrandece su prestigio.

¡Pobre tonto! no comprende que el petulante egoísmo lo está haciendo despreciable y lo hará invisible, ínfimo…