Por: Amarilys Pérez Cué

Todas las calles habaneras, desde las más grandes e importantes avenidas, hasta los caminitos más pequeños, nos llevan al mar.

Al final, por su lado septentrional, aparece el Malecón: ese larguísimo palco, abierto al sol y la brisa, mediador entre el agua y la tierra.

Se extiende desde el Castillo de San Salvador de la Punta, en la parte antigua de la ciudad, hasta el Castillo de Santa Dorotea de Luna de la Chorrera en los modernos barrios del Vedado y Miramar. Y es también espejo de la bahía, la cara marina de la capital cubana.

Abierto en forma de bolsa, escenario de épocas de conquistas y piratería, el puerto de La Habana fue considerado la llave comercial del Nuevo Mundo.

Y su primera imagen es el Morro, ese coloso dormido, símbolo de perseverancia.

Mirada desde la bahía

La Bahía de La Habana, pequeña y de aguas dóciles, contempla todos los horizontes de la ciudad. Aparecen después del Morro, los sólidos muros de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, fiel exponente de la estrategia defensiva española, y a la derecha otra fortaleza: el Castillo de San Salvador de la Punta.

Siguen también el Observatorio de Casablanca con la hermosa imagen del Cristo de La Habana y el colorido pueblecito de Regla. Rodeando el puerto se avista la Alameda de Paula, uno de los primeros paseos de la capital cubana.

La bella Bahía de La Habana descubre todos los paisajes: desde plazas, conventos y fortalezas, donde comenzó a palpitar el corazón de la capital cubana, hasta las amplias avenidas y los altos edificios en la zona moderna.

Épocas distantes y diferentes que conforman esta ciudad caribeña y universal.