Mauricio de Tayllerand-Perigord

Decía Amado Nervo que “el orgullo es el pecado más difícil de desarraigar, porque quien lo tiene se complace en tenerlo”.

Algo con lo que seguramente todos coincidimos, como también estaremos de acuerdo con la sentencia de William Shakespeare de que “el orgulloso de devora a sí mismo”…

Por supuesto que tanto el poeta mexicano como el dramaturgo inglés no se referían al sano orgullo que cualquiera puede sentir al realizar alguna noble acción, sino a esa vanidad y arrogancia que toma ribetes de autosuficiencia en personas ávidas de alabanzas.

Precisamente pensando en estas últimas, el diplomático francés Mauricio de Tayllerand-Perigord, con gran sentido del humor, expresó que “el comercio más lucrativo sería el de comprar la gente por lo que vale…y revenderla por lo que creer valer”.

 Algunas anécdotas de autosuficientes

Como la literatura recoge muchas anécdotas relacionadas por personajes célebres, que ostentaron vanidad en mayor o menor grado, ofrecemos a continuación algunas de ellas, reseñadas por la agencia Prensa Latina.

Julio César

Por ejemplo, cuentan que cuando aún Julio César estaba lejos de ejercer el poder, durante una travesía en barco cayó en poder de unos piratas que exigieron una fortuna por su rescate.

-¿20 talentos? –exclamó indignado César- “Valgo 50 por lo menos”, dijo y acto seguido pagó al jefe de los secuestradores la suma que él consideraba que valía.

Káiser Guillermo II

Otro vanidoso fue el kaiser Guillermo II. Una vez, atendido por su médico, éste le aseguró que sólo padecía de “un pequeño resfriado”, pero el emperador le miró muy serio y le dijo:

-Un gran resfriado, lo mío es siempre grande.

Yo, el mejor de todos

Autosuficiente fue también el bardo Gabriel D’Annunzio, quien al recibir en cierta ocasión una carta en cuyo sobre figuraba “al mejor poeta de Italia”, la devolvió a correos con la siguiente nota: “No es para mí. Yo soy el mejor poeta del mundo”…

Oscar Wilde

Ostentoso en su vanidad y no exento de ironía, también lo era el escritor inglés Óscar Wilde, quien, requerido por un editor para que modificara un pasaje de una de sus obras contestó:

-¿Quién soy yo para mutilar a un clásico?

Por último tenemos al francés Alejandro Dumas, cuya vanidad era enorme y pueril al mismo tiempo, y llegó a serle perdonada por la gracia y la sencillez con que la expresaba. Una vez le preguntaron qué tal la había pasado en casa de un ministro:

-Bien –respondió- pero sin mí me hubiera aburrido terriblemente…

Etiquetas: